El Chapero Delator - Reinaldo Arenas

Entonces salió a la calle, es decir, a aquellos callejones soleados llenos de arena y casas de madera tras las cuales retumbaba el mar. En una de las esquinas estaba un joven, uno de los tantos muchachos que parecen surgir del mismo mar, ensimismado en su indolencia, ofreciéndose sin ofrecerse, llamándolo sin siquiera decirle media palabra. Ven, ven, ahora mismo ven aquí... Sí, ya sé que otros podrán decir que han sentido lo mismo o algo parecido, pero lo que yo sentí era precisamente único porque era mi sentimiento. Y ese sentimiento me decía que aquel muchacho me estaba esperando, que esa manera de sonreírse al yo pasar, de estirar aún más las piernas, de recostarse a la pared de la esquina; todo eso estaba dedicado -deparado-, quizá desde hacía muchos siglos, exclusivamente a mí, y que ese momento, por múltiples razones, incluyendo la ausencias de Elvia y del niño y hasta la misma calle súbitamente vacía, era mi momento, el único que quizás en toda mi vida iba a ser exclusivamente mío. Ya sé, ya sé, ya sé que no es así. Pero es así... Ismael saludó al joven y éste con mucha desenvoltura le extendió una mano y dijo llamarse Sergio. Caminaron un corto tramo bajo los portales de madera. Sergio le preguntó que si vivía en Santa Fe. Ismael no pudo negarlo e incluso señaló para la calle donde estaba su apartamento. Sergio preguntó entonces que si vivía solo. Sí, ahora estoy solo, dijo Ismael. Es por aquí, agregó. Y los dos subieron hasta el apartamento. No hubo mayores preámbulos, ningún tipo de comentarios o preguntas. Sergio no era Sergio. Era como una aparición, como una compensación, como algo previsto por el tiempo, quizás por los dioses o por lo menos que algún dios piadoso, por alguna marica divina, por alguien que a pesar de todo quería y lograba que uno no fuese completamente desdichado. Y al desabrocharle la camisa, Ismael supo que aquel joven no era una aparición, sin algo más rotundo e inefable a la vez : un cuerpo real, un joven y bello cuerpo deseoso de ofrecerse.

Se amaron desenfrenadamente, como si ambos (también Sergio) viniesen de tortuosos caminos de abstinencia obligatoria. Abrazados se revolcaron en el sobrecama tejido por la misma Elvia, entre las sábanas almidonadas y también planchadas por Elvia; cayeron sobre el piso y volvieron a abrazarse y a poseerse entre ronquidos de placer mientras tropezaban con la cuna de Ismaelito que rodó hasta chocar contra el espejo del cuarto que reflejaba los cuerpos desnudos. Así, en el suelo, todavía abrazados, se quedaron por un rato. No se trata de una compensación o de un desahogo, pensó Ismael (la cabeza todavía colocada sobre el vientre del muchacho), es la felicidad, algo que no volverá a repetirse nunca y que no es necesario que se repita; al contrario, que no debe repetirse nunca para que siempre sea la felici dad. Despacio, Sergio apartó la cabeza de Ismael de su vientre, y aún excitado, dando testimonio de los dieciocho años que en cierto momento dijo tener, se puso la ropa y despidiéndose apresuradamente se marchó. Desnudo, tirado sobre el piso, apoyándose entre algunos cojines, Ismael se quedó solo en la habitación matrimonial, disfrutando toda la escena que acababa de ocurrir, disfrutando ahora más que en el momento en que ocurrió. Hasta que escuchó que alguien tocaba con fuerza a la puerta. Todavía por un momento, Ismael se quedó ensimismado en el piso. Pero las llamadas insistían y pensando que podía ser alguna vecina que solicitaba algo de Elvia, un sobre de café, una cuchara de manteca, se tiró encima el sobrecama y fue a abrir. Junto a la puerta estaba Sergio acompañado de dos milicianos con brazaletes, la presidenta del C.D.R., y más atrás un policía. No sé qué tiempo estuve así, tirado en el piso abrazado a los cojines hechos por las manos de Elvia, siempre pensando, o más bien sintiendo (porque en ese momento no se piensa), sintiendo: la dicha, la dicha, la verdadera dicha, mucho más grande, mucho más grande a medida que pase el tiempo y la recuerde. No, no sé qué tiempo estuve así, quizás sólo el necesario para que el muchacho regresara con la policía, tocara a la puerta y señalando para Ismael envuelto en el sobrecama dijera: Es él, este señor me invitó a su casa e inmediatamente se me tiró al rabo. No, no sé qué tiempo estuve así, sin decir nada, el sobrecama cubriéndome hasta los tobillos, el muchacho frente a mí señalándome con un gesto de odio, detrás la vieja del C.D.R. mirando fijamente a Ismael, diciéndose «yo sabía, yo sabía», y al fondo el policía, la mano sobre la pistola por si remotamente Ismael intentaba darse a la fuga. ¿ Qué tiempo, qué tiempo, qué tiempo estuve así? Toda mi vida, toda mi vida, desde ese momento hasta ahora aquí, junto a la nieve, desde ese momento hasta que muera aquí y me pudra (o no me pudra) bajo la nieve. De todos modos no pudo haber sido mucho tiempo, pues el muchacho que era del vecindario y de una familia integrada al sistema, volvió a testificar rápidamente la acusación, y como si eso fuera poco allí estaba Ismael semidesnudo, dando pruebas de su inmoralidad, y más allá la cama revuelta, las sábanas tiradas por el piso y hasta un olor a sexo, a un reciente combate erótico, flotando en el aire. Todo eso fue cogido al vuelo por la presidenta del C.D.R. quien dueña de la situación, y al parecer ya del apartamento, avanzó resuelta hacia Ismael... Aquello fue un verdadero escándalo en todo el pueblo de Santa Fe. Que lo hubiera hecho otro, un pájaro común, un maricón reconocido, alguien que estuviera definido, pero Ismael, él que era incluso jefe de los círculos de estudio del C.D.R., un hombre que parecía tan serio, tan moral, que parecía tan hombre, y con un niño, con un muchacho de buena familia y que tenía, según él mismo confesó, sólo diecisiete años -uno menos que los que Ismael recordaba haberle oído decir cuando se conocieron-. Hasta las locas comunes, aquellas que pagaban el precio de su autenticidad, aprovecharon la oportunidad para desquitarse y levantar un poco la imagen de ellos, incapaces, según confesaban, de violar (pues ya se hablaba de violación) a un menor de edad.

Reinaldo Arenas
Viaje a la Habana
Editorial Narrativa Mandadori, Madrid, 1990.