
Realmente estaba muy agradecido a la madre naturaleza por sus favores, pero por lo que le quedé en deuda fue por el último favor que me concedió en mi paso al estado adulto. Antes de crecer del metro sesenta y cinco al uno ochenta, mi aparato genital era, por decirlo de algún modo, "normalillo"; pero en algún momento de mi proceso de maduración las cosas cambiaron radicalmente: mis vergüenzas crecieron por todo lo grande.
Lo que ahora colgaba de mis piernas era un cacho de polla, principesca en sus dimensiones y magnífica en su actividad. Y cuando esta mañana me la estaba mirando una vez más, antes de vestirme para ir al cole, se alzó, como para reclamar la atención que mi mano y yo le dedicábamos a la menor oportunidad.
Recuerdo cuando me la medí por primera vez; había tomado la cinta métrica del costurero de mi hermana y la puse sobre la ancha y venosa superficie superior del mango. Mantuve firmemente el extremo contra la base del pene y conté los centímetros que había hasta el punto en que la cinta se doblaba para caer más allá de la gran cabeza: veinticuatro centímetros... veinticinco si me la meneaba un poquito, de una carne dura como una piedra y caliente como un volcán. Veinticinco centímetros y todos míos...
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