Sombras (Ocnos) - Luis Cernuda

Era rubio y fino; con cara de niño, agre­garía, si no recordara en sus ojos azules aquella mirada de mal humor de quien ha probado la vida y le supo amarga. En su bocamanga, rojo como una herida fresca, llevaba un galón de cabo, ga­nado en Marruecos, de donde venía.

Estaba encima de un carro, descargando las doradas pacas de paja para los caballos, que im­pacientes allá dentro, albergados como monstruos plutónicos bajo enormes bóvedas oscuras, herían con sus cascos las piedras y agitaban las cadenas que los ataban al pesebre.

Su aire distante y ensimismado, en lo hu­milde de la tarea, recordaba al joven héroe de algún relato oriental, que desterrado del palacio familiar donde tantos esclavos velaban para cumplir sus me­nores deseos, sabe doblegarse al trabajo de aqué­llos, sin perder por eso su gracia imperiosa.

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Pasaba al atardecer, la redonda y breve ca­beza cubierta de cortos rizos negros, en la boca fresca esbozada una burlona sonrisa. Su cuerpo ágil y fuerte, de porte cadencioso, traía a la me­moria el Hermes de Praxíteles: un Hermes que sos­tuviera en su brazo curvado contra la cintura, en vez del infante Dionisos, una enorme sandía, toda veteada de blanco la verde piel oscura.

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Aquellos seres cuya hermosura admiramos un día, ¿dónde están? Caídos, manchados, venci­dos, si no muertos. Mas la eterna maravilla de la juventud sigue en pie, y al contemplar un nuevo cuerpo joven, a veces cierta semejanza despierta un eco, un dejo del otro que antes amamos. Sólo al recordar que entre uno y otro median veinte años, que este ser no había nacido aún cuando el primero llevaba ya encendida la antorcha inextin­guible que de mano en mano se pasan las genera­ciones, un impotente dolor nos asalta, compren­diendo, tras la persistencia de la hermosura, la mutabilidad de los cuerpos . ¡Ah, tiempo, tiempo cruel, que para tentarnos con la fresca rosa de hoy destruiste la dulce rosa de ayer!