Era rubio y fino; con cara de niño, agregaría, si no recordara en sus ojos azules aquella mirada de mal humor de quien ha probado la vida y le supo amarga. En su bocamanga, rojo como una herida fresca, llevaba un galón de cabo, ganado en Marruecos, de donde venía.
Estaba encima de un carro, descargando las doradas pacas de paja para los caballos, que impacientes allá dentro, albergados como monstruos plutónicos bajo enormes bóvedas oscuras, herían con sus cascos las piedras y agitaban las cadenas que los ataban al pesebre.
Su aire distante y ensimismado, en lo humilde de la tarea, recordaba al joven héroe de algún relato oriental, que desterrado del palacio familiar donde tantos esclavos velaban para cumplir sus menores deseos, sabe doblegarse al trabajo de aquéllos, sin perder por eso su gracia imperiosa.
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Pasaba al atardecer, la redonda y breve cabeza cubierta de cortos rizos negros, en la boca fresca esbozada una burlona sonrisa. Su cuerpo ágil y fuerte, de porte cadencioso, traía a la memoria el Hermes de Praxíteles: un Hermes que sostuviera en su brazo curvado contra la cintura, en vez del infante Dionisos, una enorme sandía, toda veteada de blanco la verde piel oscura.
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Aquellos seres cuya hermosura admiramos un día, ¿dónde están? Caídos, manchados, vencidos, si no muertos. Mas la eterna maravilla de la juventud sigue en pie, y al contemplar un nuevo cuerpo joven, a veces cierta semejanza despierta un eco, un dejo del otro que antes amamos. Sólo al recordar que entre uno y otro median veinte años, que este ser no había nacido aún cuando el primero llevaba ya encendida la antorcha inextinguible que de mano en mano se pasan las generaciones, un impotente dolor nos asalta, comprendiendo, tras la persistencia de la hermosura, la mutabilidad de los cuerpos . ¡Ah, tiempo, tiempo cruel, que para tentarnos con la fresca rosa de hoy destruiste la dulce rosa de ayer!