Había aprobado la selectividad en setiembre y entrado en una carrera de cuyo nombre no quiero acordarme. A una semana del inicio de las clases aún no tenía piso en Santiago de Compostela; aunque tenía claro que era una asignatura que quería aprobar urgentemente sino me quería ver en la puta calle de esa ciudad tallada por la lluvia. Siguiendo el consejo de perros viejos y sabios que sabían sobre el tema, me dediqué, antes de ir a las inmobiliarias que en ese momento estaban cerradas, a buscar en los anuncios que se ofertaban por los supermercados, cabinas telefónicas y otros sitios. Entré en el supermercado "Claudio" para enfrentarme a la cruda realidad que discriminaba mi entrepierna: se alquilaban habitaciones, pero para chicas. Aún así encontré un anuncio que alquilaba "habitación a chico". Consultando el callejero descubrí que era la prolongación de la calle donde estaba y hacia allí dirigí mi incertidumbre. Era un primero y una voz interrogante me abrió el portal. A grandes pasos, pues temía que le interrumpiría la comida, me dirigí hacia el piso. Justo cuando llegué la puerta se abrió y en la penumbra pude distinguir a un joven menudo que con toda cordialidad me invito a pasar. Caminando por el pasillo pude apreciar una silueta robusta que seguía con paso firme hacia lo que parecía un salón. Cuando entré pude ver con todo detalle lo que la oscuridad me había negado. Como en los perfumes, aquel cuerpo que no llegaba al 1'60 de altura, concentraba en esa poca superficie una virilidad exultante. Vestía ropa ceñida que se fijaba a su piel acentuando cada una de las partes que armonizaban ese magnífico cuerpo hasta recrear un poderoso atractivo que, en aquel momento, yo distaba mucho de apreciar.
- Estoy comiendo. ¿Quieres?
- No gracias.
- No te cortes. ¿Te importa? -dijo al tiempo con un gesto que daba a entender que se quería quitar la ceñida camiseta para soportar el calor de un verano que se resistía a abandonarnos.
- No. Claro que no -expliqué tímidamente-, estás en tu casa...
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